Conseguí engañar a la rutina. Decidí no llegar hasta mi punto habitual del recorrido. La sangre gritaba y yo intentaba refugiarme en mi sombra. Era un síntoma. No llegaría hasta aquel hermoso ciprés vigía de aquel cementerio. Uno de los campo santos más bonitos del norte. Por una vez en 36 años paseando entre losas de granito, tumbas congeladas, entre la hojarasca, cambiaría mi recorrido. El aire de aquel lugar no tenía ventanas.
Al llegar a casa me encontré muy mal. Al llegar la madrugada supuse que sería la última vez que vería la luna. La sonata 2 para piano de Chopin se convirtió en la banda sonora del resto de mis días. El ciprés vigía ahora era quien venía a visitarme todos los días.
Allá en lo más alto, acumulando pátinas de polvo en el desván de mi memoria, inspirados entre vapores de naftalina, hoy insisten en salir a morder la luz. Son mis relatos.