La noche se recogía tibia, al calor de las hogueras, al crepitar de las conversaciones. La oscuridad se cernía sobre mí pausadamente alejándome paso a paso de la ciudad.
Recuerdo nítidamente la fecha, 22 de agosto de hace dos años y el firmamento insistía en descubrírse cuajado de girasoles refulgentes. Flores esplendorosas girando alrededor de los dictados de luna. Aullaban cánticos de tristeza. Alaridos quejosos que mordían el viento, que lo ahuyentaban para procurar un mejor abrigo a mis pensamientos. Todas a coro rogando y apareció ella. Majestuosa, con su traje de cola, hipnótica y serpenteante. Apareció fugazmente de la nada. Se paró y me clavó su mirada. Penetrante. Rápidamente trabó amistad con la descarnada melodía que emborrachaba mis adentros. Como un padre ante las primeras palabras de un hijo, paladeó gustosamente la canción trenzada con los acordes incluidos en mis tres primeros deseos.
Mi yo adulto no creía en estrellas, tampoco en deseos. Aún así, le pedí una cosa.
Hoy es el día que mis pensamientos aletean en torno a ese encuentro. Hoy es el día en el que el primer deseo me ha sido concedido. Hoy creo en su existencia. Hoy creo en aquella estrella. Le dije que me gustaría volver a verla. De forma natural, sin tener que buscarla. Hoy la he visto, me ha guiñado un ojo, me ha susurrado su mirada, se ha cruzado de nuevo en mi vereda, por fin, me ha dejado acariciarla. Hoy de nuevo baten mis alas de impaciencia.
Allá en lo más alto, acumulando pátinas de polvo en el desván de mi memoria, inspirados entre vapores de naftalina, hoy insisten en salir a morder la luz. Son mis relatos.